EL ENCANTO PERDIDO DEL MISTERIOSO TÍBET



A lo largo de los siglos, el reino del Tíbet, morada de los dioses y último refugio del espíritu, quien sabe si el ansiado Shangri-la, ha cautivado la imaginación de Occidente, creándose en torno a este enigmático lugar una extraña fascinación, un auténtico mito.
Este mito tiene mucho que ver con su aislamiento, no en balde los largos inviernos, el frío, las nieves eternas, el riguroso clima en una palabra, así como el hecho de vivir al margen del resto del mundo, sin olvidar el acendrado respeto del pueblo tibetano por sus costumbres y tradiciones, han contribuido a preservar su más preciado patrimonio, su cultura.
Alguien dijo en cierta ocasión que los occidentales muestran interés por el Tíbet porque necesitan soñar. Muy posiblemente no le faltaba razón.
En realidad muy pocos saben acerca del Tíbet y de ahí el misterioso encanto que siempre despierta todo cuanto resulta desconocido. En líneas generales, hasta hace sólo unas décadas existían muy escasos conocimientos sobre el ambiente que envuelve a los tibetanos en su reducto secreto. Actualmente, quizá se conozca al Dalai Lama, se hayan visto fotografías del palacio de Potala en Lhasa o bien algunos reportajes televisivos sobre la extrema dureza de la vida de quienes habitan estos recónditos lugares al otro lado del Himalaya, pero poco más.
Lo cierto es que ninguna descripción puede ni tan siquiera aproximarse a la serena majestuosidad, la grandeza y el atractivo de sus paisajes y gentes. Percibir la sosegada sensibilidad de un mundo tan exótico como lejano y anclado a años luz de nuestra civilización, supone una fuerte sacudida al escepticismo y, por supuesto, a nadie deja indiferente.
El “país de las nieves” como le llaman los propios tibetanos, el antaño reino prohibido que tanto ha llegado a subyugar a los viajeros de todas las épocas, no ha desaparecido, existe y desde la ocupación china lucha por sobrevivir.

EN EL TECHO DEL MUNDO
La inmensa meseta del Tíbet, un océano de hierba salpicado por miles de lagos helados de un purísimo azul turquesa, es un remoto lugar donde el viento y las temperaturas extremas erosionan de forma constante las montañas, la cordillera del Himalaya, el denominado “techo del mundo” que le separa del subcontinente indio.
Las nubes quedan suspendidas sobre los grandes valles y los húmedos bosques de cedros se apiñan en las colinas, teniendo siempre como permanente escenario la más impresionante masa de cumbres (el Everest que los tibetanos conocen como Chomolangma, además del Lhotse, Nuptse y Changtse) las cuales forman profundos e inexpugnables desfiladeros y barrancos cubiertos de glaciares, cuyo deshielo da origen a torrentes que con posterioridad se convierten en los más caudalosos ríos de Asia, el sagrado Ganges, el Indo y el Mekong, así como el Yang Tsé y el río Amarillo, mientras del valle, reflejando una luz absolutamente asombrosa y con múltiples brazos, surge el Yarlung Tsang-Po que después, al llegar a la India, se transforma en el Brahmaputra.
Aunque numerosos restos arqueológicos encontrados en el Tíbet sitúan a sus primeros moradores unos 10.000 años a.C., dado el carácter nómada de la mayoría de tribus, no fue hasta hace 2.300 años cuando el país empezó a tener una presencia clara en la historia, al aparecer el mítico rey Nyakhri Tsampo quien dio origen a una dinastía de treinta monarcas que gobernaron hasta  que lo hizo el primer mandatario budista en el siglo VII de nuestra Era.
El budismo que llegó de la India bien pronto se integró en la cultura tibetana y al sufrir la península indostánica las invasiones musulmanas, el Tíbet se convirtió en el único lugar del mundo donde se practicaba el budismo tántrico.
Durante los siglos posteriores, los lamas se preocuparon de mantener aislado al país, especialmente su capital, Lhasa, por razones religiosas, tratando de mantenerle a salvo de los extranjeros.
Un año después de que Mao Zedong, líder del Partido Comunista chino, entrara triunfante en Pekín, el 7 de Octubre de 1950 se produjo la invasión del Tíbet. 40.000 soldados del ejército chino, después fueron muchos más, cruzaron el río Azul y aplastaron totalmente a la población con el pretexto de liberarles del imperialismo, forzándoles posteriormente a firmar un acuerdo reconociendo la soberanía china.
Fue una convivencia larga y difícil, máxime considerando que se trataba de dos visiones del mundo completamente antagónicas. En 1959 estalló una revuelta popular y tanto el pueblo como los lamas fueron de nuevo sometidos brutalmente. La fuerte tradición de obediencia a la autoridad establecida, evitó males mayores, aún así, prisión, torturas y muertes por inanición se impusieron a la bondad, tolerancia y perdón a los implacables torturadores.
El Dalai Lama acompañado de 135.000 tibetanos (el diez por ciento de la población) marchó al exilio y merced a la hospitalidad del Pandit Nehru fue acogido en Dharamsala (India), donde sigue residiendo en la actualidad junto con todos los refugiados que, año tras año, consiguen huir a través de las montañas. De hecho Dharamsala se asemeja más a un pueblo del Tíbet que no a la India.
Buena parte del esplendor y la belleza de una cultura milenaria quedó destruido en pocos años por unos fanáticos infectados de ideología, los guardias rojos. Los tibetanos sufrieron la crueldad de los invasores y sólo su inquebrantable espíritu sigue manteniéndoles vivos en muy precarias condiciones.
De forma muy similar a como sucedió en Mongolia y Manchuria, donde los chinos hicieron prácticamente desaparecer las tribus autóctonas, el Tíbet ocupado empezó a convertirse en el silencioso cementerio de una cultura viva.

LA CIVILIZACIÓN TIBETANA
Los tibetanos siempre han tenido una cultura muy rica. Los festivales como el del Losar (año nuevo tibetano), Xuedun, Linka y el llamado Festival del Baño están profundamente arraigados con la religión, aunque contienen también influencias externas. Cada tibetano toma parte del Festival del Baño tres veces durante su vida: al nacer, al casarse y a morir. La gente cree tradicionalmente que no tiene que bañarse y sólo debe hacerlo en ocasiones realmente especiales.
Entre sus costumbres destaca el hecho de que los tibetanos suelen llevar el pelo largo recogido en un moño alto, habitualmente envuelto en una tela roja que sirve como algo parecido a un turbante. Por su parte, las mujeres se peinan con dos trenzas, mientras que las jóvenes lo hacen con una sola.
Debido al intenso frío de la zona, las mujeres visten faldas y chaquetas de tela recia, mientras que los hombres visten pantalones largos, acompañados a veces de una banda y botas de piel.
Habitualmente se confunde al budismo tibetano con una religión, lo cual es un enorme error. El budismo es, en realidad, un conjunto de filosofías de la vida, las cuales fácilmente se adaptan a diferentes métodos de enseñanza para facilitar su aprendizaje y transmisión, cosa que Siddharta Gautama tomó en cuenta cuando comenzó a transmitir sus primeras enseñanzas. Con esto, se concluye que el budismo es, además de un camino de vida guiado por filosofías y conocimientos científicos, una recopilación de la sabiduría de innumerables generaciones de seres humanos, los cuales adquirieron un entendimiento avanzado de nuestra realidad.
Los tibetanos suelen ser fieles a la religión bon, muy parecida a la filosofía budista, aunque existen algunos grupos de musulmanes.
Los tibetanos creen en la reencarnación y realizan ceremonias religiosas especiales para el nacimiento y la muerte. Durante la ceremonia del nacimiento, los familiares se reúnen para el ritual. Se entregan regalos a los padres y al niño, que incluyen comida y ropa. Un lama siempre está presente en esta ceremonia.
En el momento de la muerte, a los tibetanos se les da un “entierro del cielo” que llevará el espíritu sano y salvo hasta el otro mundo. Primero, el cuerpo se envuelve en una tela blanca y se tiene en casa durante varios días. Los lamas visitan al difunto durante este periodo para ofrecer cánticos por su alma. El día del funeral, se traslada el cuerpo hasta el lugar del entierro; lamas, amigos y familiares acompañan al cadáver.
Los tibetanos creen que los cuervos ayudan al espíritu de los muertos a ascender (no existe un “cielo” en el budismo tibetano). Por esto, el cuerpo se deja abandonado. Si los cuervos no devoran el cadáver por completo, se considera que el difunto fue un pecador, y no acumuló suficiente mérito por medio de buenas acciones (karma positivo) para alcanzar el despertar y poder reencarnar; debido a esto, la conciencia del difunto permanece en uno de los “infiernos” descritos en los textos budistas, los cuales son similares al concepto de purgatorio.

LHASA Y EL POTALA
Mientras duró la prohibición de entrar en el Tíbet, llegar a Lhasa era como un importante desafío, nació el mito y todo el mundo soñaba con penetrar en esta ciudad sagrada del Asia Central, algo que sólo un puñado de aventureros consiguió a lo largo de la historia.
Lhasa atrae a todos los tibetanos y desde todos los puntos se dirigen a ella los peregrinos, los seres más religiosos de nuestro planeta, gentes de sonrosadas mejillas, apacible sonrisa y costumbres austeras, quienes inmersos en un ambiente de profundo misticismo alrededor de templos y monasterios, convierten la religión casi en su habitual forma de vida.
El viajero también siente haber culminado una peregrinación al llegar a esta ciudad excepcional.
El palacio de Potala surge de inmediato ante la vista con su colosal estructura de paredes blancas y tejados de oro. Incomparable ciudadela del poder budista de antaño, fue construida en el siglo XVII, siendo desde entonces la residencia de los diferentes Dalai Lama.
Tiene siete plantas, es el palacio más elevado del mundo y asemeja un universo secreto para los extranjeros. Considerado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, en su interior hay monumentos funerarios, templos, escuelas, estancias dedicadas al recogimiento y la oración, estupas de los anteriores Dalai Lama, amén de un museo con tesoros artísticos de gran valor.
El Potala o la mansión de Avalokiteswara, el llamado Buda de la compasión, es un símbolo y mientras exista será la razón de ser para los tibetanos y su cultura.
A pesar de la magnitud del Potala, el verdadero encuentro de los peregrinos que llegan a Lhasa se produce en el templo de Jokhang, situado en el corazón de la vieja ciudad. Se trata de uno de los enclaves emblemáticos del budismo tibetano y su mayor grandeza es la espiritual.
La imagen de Buda que en él se venera fue decapitada durante la invasión china. Ha sido reconstruida y es la imagen más sagrada del Tíbet.
En el interior del Jokhang el vértigo del paso del tiempo asalta a cada paso y el misticismo y la religiosidad se hacen patentes en todo momento. Las almas se relajan, preparándose para un encuentro con el mundo incorpóreo, mientras los monjes siguen avivando la llama de la fe.
En la penumbra siempre inquietante se observan imágenes de Buda y otras deidades, santones y terribles demonios. Los espíritus rondan de forma permanente entre ellas, de alguna forma es como permanecer en el mundo sin formar parte del mismo.
Al igual que en el Jokhang, en el monasterio de Drepung la atmósfera de misterio envuelve de forma irremediable y lo mismo sucede en el palacio de Norbulingka (la que fuera residencia de verano del Dalai Lama), la universidad monástica de Sera, al norte de Lhasa o en los barrios antiguos de Xigatze, la segunda ciudad del país.
A través de la semioscuridad, donde incluso puede escucharse el silencio, y amparados únicamente por las vacilantes lamparillas alimentadas con manteca rancia de yak, se percibe esa intensa espiritualidad propia de los templos tibetanos, mientras resuenan monótonos, graves y profundos los rezos de los monjes. Un mundo difícil de penetrar, casi tanto como lograr escapar de él.
El visitante que se asoma al ventanal de su realidad, cree moverse en un mundo extraño e incomprensible y, sin apenas percatarse, se siente irremisiblemente atrapado por la fascinación.
En los últimos años se han producido cambios importantes. En Lhasa es donde se percibe más la influencia y el dominio chinos y de ahí que coexistan dos ciudades en una sola, la moderna con notables edificios de hormigón y cristal, tráfico de automóviles, grandes tiendas con luminosos, locales de masaje, prostitución, karaokes, y discotecas, de hecho los nuevos ricos chinos y empleados del gobierno son ya mayoría y lo están invadiendo todo. Mientras que, por otra parte, está la vieja Lhasa, la tibetana, la de siempre, con sus estrechas callejuelas y sus mercados y templos siempre llenos de fieles.
Aunque China trata de aparentar un ambiente de normalidad que no existe, se pretende acabar con la juventud y su proverbial espiritualidad, pero la cultura tibetana lucha denodadamente por resistir esta dominación. Pekín es muy consciente de la realidad de la desafección de las minorías étnicas y de la necesidad de aplacarlas lentamente, mejor sería decir que hacerlas desaparecer, por ello no cesa en el empeño de querer imponer una transformación.
Al visitante extranjero, sin embargo, no suele gustarle el Tíbet moderno y prefiere perderse entre la multitud, rodeado de amables mercaderes y los peregrinos que entran a diario a la ciudad.
Llegados a este punto cabe preguntarse si queda algo realmente del sueño de los viajeros del pasado.
Horas y más horas de horizontes infinitos, de pensamientos perdidos, quizá sueños inalcanzables. Un tiempo vacío, de reflexión, de inmensas dudas, de tribulaciones y sosiego al mismo tiempo, hasta encontrar la auténtica paz interior. Una búsqueda de la felicidad eliminando el sufrimiento.
Un viaje al milenario Tíbet es una incursión a lo más profundo de la mente, al encuentro de uno mismo. Aunque haya perdido buena parte de su encanto, sigue siendo una experiencia, sin duda, inolvidable.

(Ver interesante colección gráfica de este reportaje en GALERIA DE FOTOS)