UN PARAÍSO EN LA JUNGLA NEPALÍ
(1ª Parte)
Al sur del Nepal, donde la jungla es el
límite fronterizo con la India, en uno de los últimos refugios del tigre de
Bengala y alejados de la civilización, viven los tharu, la etnia autóctona de la región del Terai.
Ellos no sufren la contaminación ni el estrés,
no saben de drogas e inseguridad y ni tan siquiera pueden llegar a imaginar los
múltiples problemas que acosan al resto del mundo. Son felices.
Sin lugar a ningún género de dudas, Patlahari,
es un lejano poblado donde el entorno, las gentes, sus costumbres y todo el
ambiente cotidiano, rezuma sosiego y la más absoluta tranquilidad.
Cuando nos hallamos en pleno siglo XXI,
parece poco menos que increíble que aún pueda existir un lugar como éste sobre
la faz de la tierra.
Desde los tiempos más remotos, el reino del
Nepal ha sido habitado por tribus procedentes de la llanura del Ganges o del
Tíbet, al otro lado del inmenso Himalaya, el refugio de los dioses. Más de una
treintena de etnias por completo distintas, con su propia lengua, religión,
tradiciones y ritos, componen un caleidoscopio humano tan variado como
apasionante.
Los newars
posiblemente sean los más antiguos pobladores del valle de Kathmandú y quienes
han desempeñado un papel fundamental en el desarrollo de todo el país.
Existen también grupos que tienen
características físicas y lingüísticas mongoles como los conocidos sherpa, los manangpa o los thakalis
que se establecieron durante el siglo XVI, sin olvidar otras etnias más indeterminadas
como los gurung, magar o tamang de origen tibetano.
Entre los de raíces indo-arias destacan los
procedentes del Rajasthán indio que huyeron del dominio musulmán hace siglos y
aquellos que se establecieron en el Terai cuando aún no existían fronteras.
Campesinos y ganaderos que ocuparon las tierras deshabitadas, los satars, hangars y los tharu.
Estos últimos, los tharu, son precisamente los protagonistas de éste reportaje.
LA JUNGLA DE CHITTWAN
Viajando a través del norte de la India, mi
buen amigo Raj Shahi, un experto guía y conocedor como pocos de todo el reino
nepalí, al que he llevado conmigo en muchas expediciones, me habló sobre un
lugar excepcional y maravilloso, de difícil acceso y donde los nativos que lo
habitan siguen viviendo como hace siglos, fieles a las costumbres de sus ancestros.
Patlahari, el nombre de tan singular reducto,
ni siquiera consta en los mapas de la zona. Era pues toda una tentación tratar
de llegar hasta él y un reto el poder establecer contacto con sus gentes,
observar su forma de vida rodeados de un entorno prácticamente virgen y una vez
con ellos, sin duda, vivir una experiencia en verdad fascinante.
Sin dudarlo un ápice, después de hacer acopio
de provisiones en Sugauli, aún en territorio indio, nos pusimos en marcha
camino de aquel Shangri-la escondido
en la selva, más allá de Chittwan y en la región del Terai.
Dejando atrás Birganj, el pueblo más
importante, por calificarlo de alguna manera, y en las inmediaciones de
Rambhori, surgieron los primeros problemas, aunque éstos ya previstos. Debíamos
abandonar el vehículo todo-terreno dado que en la reserva de Chittwan no
existen senderos por los que poder internarse, y a la vez encontrar algún guía
que quisiera acompañarnos a través de la jungla y a lomos de elefante.
Las dificultades no hacían sino acrecentar el
interés por la expedición.
Un buen puñado de rupias lo hizo todo posible
y, al amanecer, nos adentramos en aquella exuberante vegetación, despidiendo al
conductor de nuestro coche y quedando en volver a reunirnos dos semanas después
en Bharatpur.
Junto al graznido de infinidad de aves, el
fuerte crujir de arbustos y el chasquido de ramas rotas que producía el
elefante al avanzar entre la densa floresta, era el único ruido que venía a
romper el silencio de la jungla, misteriosa, inquietante y envuelta en una
espesa bruma en aquellas primeras horas de la mañana.
Pronto nos invadió una sensación expectante,
como de un extraño temor ante lo desconocido y que obligaba a moverse con
lentitud y la máxima cautela.
Las primeras horas de recorrido en aquel mar
de lujuriosa vegetación, las cubrimos a través de una zona muy húmeda y en la
que la que los rayos solares pugnaban con dificultad por abrirse paso entre la
maraña. Después, unos kilómetros de sabana arbustiva con ramas muy altas aunque
sin llegar a cubrirnos y, más adelante, vuelta a la espesa jungla, posiblemente
la más intrincada por la que haya pasado jamás (superando incluso a la reserva
de Manyara en Tanzania o la selva birmana).
Durante la marcha, siempre atentos a cuanto
surgía ante nuestros atónitos ojos y escrutando incluso más allá de la verde
densidad, pudimos observar varios búfalos que, lejos de huir, siguieron pausadamente
su camino por un riachuelo, no sin antes expresar su evidente sorpresa por lo
que, sin duda, suponía para ellos nuestra presencia.
Dos rinocerontes unicornios, de los asiáticos
que están protegidos por encontrarse en peligro de extinción, pudimos
localizarlos después del mediodía y mientras se daban un auténtico baño de
barro, pero los tigres no daban señales de vida por ninguna parte. Gokul, que
así se llamaba el hombre que guiaba nuestro elefante, ya nos advirtió que el fantástico
felino, también protegido en esta reserva de Chittwan, suele esconderse cuando
escucha el inconfundible sonido que produce el enorme paquidermo al avanzar a
través de la selva, lo cual para ellos resulta todo un aviso. Sólo cuando
tienen hambre, en la estación más seca, antes de los monzones, se atreven a
acercarse hasta los límites de la jungla.
El resto de la jornada no fue en absoluto
monótono dada la tensión con que se vivía cada instante.
Al atardecer, divisamos un claro en la
espesura y más tarde una pequeña playa de fina arena. Acabábamos de llegar al
extremo norte de Chittwan, a orillas del río Rapti, un lugar que en época de
lluvias se inunda con facilidad al convertirse el cauce en muy caudaloso.
Siguiendo a lomos de Laxmi, el nombre de
diosa de nuestra elefanta (los machos suelen ser más difíciles de dominar,
según comentó el guía), cruzamos el río y una vez al otro lado, en uno de los bungalows que existen para los viajeros
avezados en el mundo de la aventura y que llegan hasta este punto para efectuar
algún limitado recorrido por el parque, decidimos descansar un par de días, no
sin antes captar fotográficamente la desaparición del rojizo sol en el
horizonte y mientras brillaban sus últimos destellos sobre las aguas del Rapti.
Permanecimos a la espera de ver aparecer al gran
felino rayado, pero nos resultó imposible durante la primera jornada. No fue hasta
el atardecer del segundo día cuando vimos colmado nuestro mayor deseo. De forma
casi inesperada, sonó el berrido de un sambar
que ponía en alerta a su rebaño. El guía nos indicó que permaneciésemos con el
máximo silencio pues todo parecía indicar que un peligro se aproximaba. Desde
la otra orilla del Rapti, vivimos unos instantes de gran tensión, escudriñando
con ojos y oídos la selva frente a nosotros. Traidoras, las lianas del
sotobosque teñían la penumbra de colores amarillo y anaranjado que siempre ofrecen
al tigre un magnífico camuflaje. Se presentía cerca, estaba en alguna parte,
invisible a nuestros ojos.
De improviso, surgió ante nuestra vista el
magnífico animal. Excitados por el encuentro, en ocasiones como aquella se
olvidan todos los miedos y llega el momento de utilizar la cámara fotográfica.
Todo con el máximo silencio y lentitud de movimientos. El tigre avanzó
indiferente ante nuestra presencia, pero con gran majestuosidad. Era un bello
ejemplar solitario que a buen seguro iba de cacería. Se adentró en el río y por
un momento temimos lo peor, que viniera hasta donde nos encontrábamos
escondidos entre la maleza, pero por fortuna se limitó a darse un refrescante
baño en las aguas del Rapti.
Pudimos contemplarle y a la vez obtener unas
ansiadas instantáneas.
Minutos después, regresó a la jungla y
desapareció entre la espesa vegetación. Un espectáculo de la naturaleza
realmente increíble.
(Ver interesante
colección gráfica de este reportaje en GALERIA DE FOTOS)
PRÓXIMO CAPÍTULO : UN OBJETIVO APASIONANTE