EL LEGADO BEREBER : TUNEZ


Dejando atrás el lago salado de El Djerid y los oasis de montaña, entre escarpadas colinas y gigantescos desfiladeros, de inmediato surgen ante los atónitos ojos del viajero bíblicos paisajes por los que discurren torrentes y cascadas de agua templada. Más allá de Douz, la llamada puerta del desierto, la ruta sufre una profunda transformación y el ocre de las pequeñas cordilleras se mezcla con el nítido azul del cielo y el verde exultante de las solitarias palmeras repletas de dátiles.
Infinitos valles, senderos agrestes… y recortándose en un horizonte en el que se adivinan mares de arena y aventura, aparecen misteriosas las siluetas de los legendarios ksar, castillos que se ubican en los erosionados picos, extraños refugios donde aún habitan sedentarias gentes, cuyos antepasados constituyeron las auténticas raíces de este fascinante país.
Es el exótico sur tunecino. Tierra de bereberes.

UN PUEBLO LIBRE Y NOBLE
Para hablar sobre los orígenes y costumbres, las aldeas, el paisaje abrasado por el ardiente sol y todo cuanto configura esta región en los límites saharianos, hace siglos devastada por sangrientas batallas, sin duda, hay que empezar haciendo referencia sobre los que fueron sus primitivos pobladores: los bereberes.
Los romanos les llamaron "bárbaros", pero mucho antes, cuando los fenicios realizaron las primeras incursiones por el norte de África ya se habían encontrado con un pueblo dotado de una rica tradición artística, siendo expertos en la agricultura.
Con el devenir del tiempo, al Magreb Oriental llegaron en múltiples oleadas invasores ávidos de conquista, vándalos, bizantinos, omeyas, otomanos, pero ellos, lejos de acatar su dominio, supieron establecer alianzas, asimilando todas y cada una de las culturas evolucionadas que venían del exterior.
Después, los árabes trajeron el Islam y los nativos buscaron la forma de establecer ciertos pactos o acuerdos, pero las huestes de Beni Hillal, como relata la historia, cayeron sobre las diferentes tribus como "una gran nube de langostas". A partir de entonces, la mayoría huyó a las montañas en busca de protección.
Con ánimo de salir de su ostracismo, transcurrido el tiempo algunas familias descendieron a las mesetas, se mezclaron con los invasores y adoptaron sus formas de vida.
No obstante, quienes resistieron en sus refugios, auténticos nidos de águilas, fueron los que mantuvieron la identidad real del pueblo bereber, su lengua y costumbres que aún perduran en éste mágico sur, crisol de civilizaciones y culturas.
Esta comunidad realmente es muy reducida en la actualidad (apenas el 1% de la población tunecina) y se halla dispersa por el sur del país y en la isla de Djerba.
Los bereberes conservan una serie de valores tradicionales basados en el honor, con vinculación esencial a la tribu, el clan y la familia.
A falta de un testimonio escrito, la palabra dada equivale a un contrato moral y jurídico, siendo, asimismo, la austeridad, la hospitalidad y la libertad principios fundamentales. La primera expresada por medio de la economía y la resistencia que pueden llevar a la purificación espiritual; la segunda en beneficio de cualquier persona que llegue de otras tierras y concebida como un acto de generosidad, y finalmente la libertad, algo innato en ellos, no en balde el vocablo bereber significa "hombre libre y noble".
En sus tierras, la pertinaz lucha contra la sequía mediante pequeños embalses en los cursos de agua, pozos y cisternas, les permiten una agricultura de regadío (verduras, cereales y algunos árboles frutales) en algunas zonas muy determinadas, sin embargo, lo esencial de su actividad está relacionado con la ganadería (ovinos y caprinos) y la artesanía. La mayoría de mujeres trabajan el tejido utilizando vetustos telares de origen egipcio para fabricar ropas de lana, apareciendo siempre en ellas motivos estilizados de figuras, dibujos geométricos o animales. El trabajo del esparto, la alfarería modelada y la orfebrería completan su abanico de actividades más habituales.
La mujer juega un papel predominante en la comunidad bereber, siendo ella quien protegió primero para transmitir después, su lengua, costumbres y tradiciones hasta nuestros días. Es el espíritu dominante en la familia, realiza las labores caseras, teje el género para albornoces y mantones, fabrica esteras de esparto y, además, se une al marido para trabajar en el campo en épocas de cosecha.

EN LA RUTA DE MEDENINE
Gabes, asomada al mar Mediterráneo frente a la isla de Djerba, puede no ser una población con demasiados atractivos para el visitante, aunque vale la pena echar una ojeada a su pequeño zoco, no obstante, resulta ineludible punto de partida para viajar hacia el oeste, la zona del chott El Djerid, Tozeur, Nefta, Kebili, Douz, etc… o bien en dirección hacia el sur, al encuentro de la cordillera de la Matmata y las aldeas berberiscas.
A través de la ruta que conduce de Matmata a Medenine, antaño sendero poco menos que obligado para las caravanas a través del Sáhara que llevaban especias, marfil, sedas e infinidad de otras mercancías, se puede acceder por el lecho de un arroyo hasta Zeraoua, hoy un pueblo abandonado, pero cuyas ruinas se hallan en buen estado de conservación. Levantado sobre una cresta, al igual que sucede con todas las construcciones de este tipo, tiene todo el aspecto de una peculiar fortificación.
Después de Matmata, enclave conocido por sus hábitats trogloditas, moradas subterráneas excavadas en el interior de profundos cráteres que se asemejan a un espectacular panorama lunar, en Techine (en un desvío de 12 kilómetros) cabe destacar la especial característica de sus primitivas edificaciones, en las cuales existe mobiliario fijado a base de sendos armazones de madera recubiertos de arcilla o escayola y blanqueados con cal.
De regreso al camino de Medenine y siempre hacia el sur, el entorno va convirtiéndose en más agreste y duro. La senda asciende paulatinamente, bordea enormes barrancos tras las ruinas de Beni Zaltane y alcanza elevadas cotas desde las que se divisan sugestivas panorámicas. La ruta llega entonces a la máxima altitud en las inmediaciones de Toujane, una aldea que, pese a sus notables proporciones, casi pasa desapercibida a cierta distancia ya que se halla perfectamente camuflada entre las rocas.
Dado que no es muy frecuente el turismo por estas latitudes, todo parece conservarse intacto y completamente virgen.
Iniciando un pronunciado descenso hacia la meseta y una treintena de kilómetros después, es en Metameur donde ya se atisban las primeras y muy peculiares ghorfas, celdas de barro en forma de alveolos superpuestos donde antaño se guardaban las cosechas para protegerlas de los saqueos, pudiendo servir también de refugio. A menudo constan de dos o tres pisos y constituyen el propio muro del recinto del ksar o alcázar.

LA REGION DE TATAOUINE
Lógicamente preocupados por su total independencia de los invasores y de las tribus nómadas de los valles, los bereberes se agrupaban en los reductos de las crestas montañosas y aunque ésta ubicación carecía de elementos de carácter defensivo, ofrecía la impresión de resultar inexpugnable.
Los castillos de montaña de la región de Tataouine están considerados como los más genuinamente bereberes.
Majestuosamente erigido entre dos crestas, el ksar de Chenini se construyó en el siglo XII y aún en la actualidad lo habita parte de la población. Está distribuido en pisos escalonados en la ladera de la colina, los cuales se separan a través de calles enlosadas, siendo las propias rocas las que ejercen de antigua y natural fortaleza. En lo alto de la cumbre, una vieja y blanca mezquita junto a varias tumbas, rememoran una leyenda que podría tener su origen, según el Corán, en una mezcla de tradiciones cristiana y musulmana.
Douiret, otra de las aldeas importantes de la región, es el nombre de una comunidad que en principio vivió dispersa por las cimas hasta conseguir reagruparse. Llegó a tener casi cuatro mil habitantes, sedentarios en su mayoría, siendo un lugar donde se realizaban los relevos de las caravanas que cruzaban desde Gabes hasta el lejano enclave libio de Gadhames, a través del desierto. A finales del siglo XIX, con la creación de Tataouine el ksar fue abandonado, no obstante, a los pies de la montaña ha surgido un nuevo pueblo cuyos habitantes siguen siendo berberófonos.
Guermassa, altiva y orgullosa, divisando desde su atalaya el inmenso valle del Ferch que se confunde con la línea del horizonte, es posiblemente la más abrupta y, por tanto, la menos accesible de todas las aldeas berberiscas. Se conserva  intacta como fue hace siglos y en ella siguen viviendo algunas familias.
Dispersos por las cumbres y como perdidos en el agreste paisaje, existen infinidad de ksar, el solitario y abandonado de Beni Barka (siglo XIV), el de Khêrafcha, el Hallouf, o el del Ouled Soltane, uno de los más bellos, sin olvidar el de Haddada, parte del cual se ha convertido en singular alojamiento para viajeros. Refugios estratégicamente situados, fortificaciones inexpugnables donde, bajo el tórrido sol o bien al atardecer, cuando acaricia el rostro la tenue brisa sahariana, aún pueden vivirse nuevas sensaciones y, caminando entre las ruinas de estos castillos, mudos testigos del legado bereber, sentirse envueltos en la mágica fascinación del Gran Sur tunecino.
Más allá, infinitos horizontes de dunas y espejismos a través de los cuales, aún hoy resulta frecuente contemplar algunas caravanas de camellos que, como enigmáticas sombras que proceden de lejanas tierras, se aproximan a los oasis en busca del descanso reparador para el cuerpo y la paz del espíritu.

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